Todo libro es, de alguna forma, una puerta de entrada a una ciudad, a un territorio, a una geografía. O, como en este caso, la entrada a dos ciudades: la real, la que distinguimos a través de calles concretas o de iconos urbanos, y la imaginada, la que está más cerca de la ficción porque ha sido modificada por quien la recorre. Ese espacio doble es el que encontraremos en Corónicas de Ingalaterra, el de un Londres paseado hasta la extenuación, con puntos y referentes más o menos reconocibles, y un Londres algo distinto, trasformado por la pátina de imaginación que impone toda escritura.
En realidad, si lo pensamos bien, el paseo, cualquier paseo, participa de esa doble condición: el transeúnte que observa y altera lo observado, el espectador que es testigo inocente cuando mira y culpable cuando se decide a consignar por escrito lo que ha mirado. Eduardo Moga hace suyo todo el potencial del flâneur, esa figura capital para entender a los seres humanos que transitan por ciudades y cuyo punto de partida lo debemos situar en Baudelaire. Tanto da que la ciudad no sea París, sino Londres, siglo y medio más tarde. En uno y otro caso, esa ciudad múltiple es una cueva plagada de manuscritos, un universo que encierra en sí otros muchos universos, como un palimpsesto o una metonimia cargada de significados. El escritor no es más que un lector que trata de trasformar cada página en blanco en una calle, o en una escena urbana tomada al vuelo en uno de los vagabundajes por ese espacio metropolitano. Moga, en su versión flâneur, nos descubre que todo paseo está lleno de bifurcaciones, de serendipias. Ya lo escribió Fonollosa hace un tiempo:
“La ciudad está llena de caminos./Todos son buenos para escapar de ella”.
El transeúnte de Corónicas de Ingalaterra nos conduce por esos caminos alternativos no planificados al comienzo del paseo. A un mercadillo, por ejemplo, tras una visita frustrada a la central eléctrica de Battersea. O a la Prince Henry Room, encontrada al azar después de una incursión en la delegación de la Generalitat. O, en fin, a la historia reciente de todo un país cuando el flâneur se cruza con un Rolls-Royce. El paseo está lleno de ramificaciones, de rutas que se van abriendo a medida que decidimos tomar una calle y no otra, como un imán que tira de nosotros o una mano que, sin previo aviso, nos empujara hacia el fondo de un lago.
Decíamos antes que todo lugar guarda en sí otros lugares, porque en él volcamos todos los paisajes que aún permanecen en nuestra memoria. Por eso Moga recurre a otros espacios para describir lo que ve. Londres, por oposición o por proximidad, es también Barcelona, Sant Cugat, Turquía, Madrid o Santo Domingo. Esta equivalencia de geografías forma parte del adn de cualquier paseo, como una espacie de premisa de la que es imposible sustraerse.
El flâneur tiene esa capacidad de aproximar territorios, igual que conserva la habilidad de convertir un hecho insignificante, banal, en un suceso único, en un espectáculo digno de ser explicado. Y en esto Moga es todo un experto. En sus manos un incidente anodino es una historia extraordinaria. Creo que lo consigue a través de dos facultades: su dominio del ritmo narrativo y su preocupación casi enfermiza por el lenguaje, al que define como una auténtica tabla de salvación.
Cualquier cosa merece ser narrada, pero no todo el mundo encuentra la mejor forma para narrarla. Moga, me parece, sí que lo ha logrado. Al menos si me fío del lector que ha paseado por Corónicas de Ingalaterra y ha pasado un rato magnífico en cada página. No es fácil convertir una visita a un templo hindú en algo excepcional, o una sesión de spinning, de yoga o de squash en un hecho hilarante. Porque Corónicas de Ingalaterra es eso también: un libro hilarante, cómico, divertido, satírico, mordaz, ácido, irónico. Y así puede leerse: como un conjunto de piezas repletas de humor, otra de las cualidades más logradas en un libro como este. Es inevitable reírse con algunas de las reflexiones que esparce. Entre ellas, cuando se hace pasar por un comprador de lámparas para intentar llamar la atención de su actor favorito, en unos grandes almacenes. O al encontrarse a una joven que, perpleja, “nos mira como miraría un sordomudo a un rapero”. O la equiparación de algunas criaturas de Alien con varios poetas del panorama patrio. O la forma en que juzga el tono de voz de una mujer, “como si llevara el timbre de una bicicleta en la garganta”. O su idea del danés como un idioma que nunca le ha parecido un idioma, sino una enfermedad de garganta. O el descubrimiento de la British Interplanetary Society, una sociedad que, especula el autor, quizás se encargue de reunir a los británicos que viven en otros planetas. O las fatales consecuencias de un sueño demasiado profundo, que les hace vivir, a él y a su mujer, una serie de sucesos dignos de ¡Jo, qué noche!, la magnífica película de Scorsese. Y aquí paro, porque son muchos los momentos que provocarán una carcajada mientras los leamos.
No hay nada más serio que el humor, dijo alguien. Tal vez tenga razón y no haya nada más grave, ni más complejo, que construir una buena pieza cómica. Porque detrás de ese tono hilarante se esconde, a veces, una crítica profunda, una reflexión cargada de significado. En esto, los que procedemos de una ciudad como Granada sabemos lo hirientes que pueden resultar ciertos chistes, aparentemente inofensivos al comienzo. Hablo de la típica malafollá granaína, una costumbre parecida a un vino amable en un primer tanteo al paladar, pero ácido en el postgusto. Al fin y al cabo, hablar de una ciudad es ponerla en tela de juicio, porque todo análisis conlleva necesariamente un punto crítico. Probablemente ese sea el motivo por el que, al mismo tiempo, amamos y odiamos a la ciudad en la que vivimos. Con esa mezcla de fascinación y de rechazo está escrito Corónicas de Ingalaterra.
Londres es una fuente de atracción enorme, pero también es un lugar que excluye y desplaza a sus habitantes. Imagino que toda gran ciudad provoca justo eso, una amalgama de admiración y desdén. Su magnetismo nos atrae y, poco después, nos repele. Esa es la mecánica que mueve a los habitantes de una urbe. Metrópolis cuya autenticidad consiste en que, precisamente, carece de ella, o se diluye en un mar de propuestas y estímulos. Por eso es inevitable enfadarnos cuando leemos, en las páginas del libro, ciertas costumbres londinenses, o lo titánico que resulta conseguir un alquiler decente en la capital británica. Todo en Corónicas deIngalaterra se somete a reflexión, incluida la propia literatura. La sociología poética, por ejemplo, en el capítulo que dedica a una exposición lamentable sobre exilio español de posguerra, en el Instituto Cervantes. O la poca atención que reciben los poetas españoles en comparación con otros lugares. De igual forma, Moga aborda otras reflexiones en torno a la crítica literaria o su percepción de la escritura. Cito algunas de ellas:
“No hay arte sin conflicto con el arte, sin alejamiento de lo previsible”, “el crítico siempre elige de lo que quiere hablar, y esa elección está determinada por lo que ya conoce (y reconoce): por lo que ya está dentro de sí”, “no concibo la literatura sino como el lugar de la libertad absoluta”.
Italo Calvino nos enseñó que una ciudad desaparece si alguien no la escribe. Estoy completamente de acuerdo con esa afirmación. Quizás un escritor no participe de una manera significativa en la construcción de una ciudad. Al menos si comparamos su incidencia con la de otros oficios. Pero sí puede ayudar a que esa misma ciudad perviva, prolongando un lugar que está y otro que ya no vemos, un territorio que existe y uno distinto y distante que ha sido sepultado bajo algunas capas. Al final, lo que nos queda es esto: una suma de días que son:
“Una sucesión de escenas, o, si se prefiere, de imágenes, un encadenamiento de pequeños fotogramas que conforman películas, siempre repetidas y siempre distintas. Nosotros somos los protagonistas de esos films mudos, de esos ejercicios mímicos que perduran en la memoria”.