Oleaje de palabras
Luis Muñiz
(Suplemento de Cultura de la Nueva España. Jueves 13 de Abril de 2017)
O, la ballena es el cuarto libro de poemas de Daniel Aguirre Oteiza (Pamplona, 1968), ensayista, profesor de literatura española en Harvard y traductor de Wallace Stevens, John Ashbery y Samuel Beckett, entre otros. Más conocido por esta última e inapreciada labor que por sus poemarios, el navarro es autor de una destacable obra poética en la que ya sobresalía Así extravíe el callejero (Amargord, 2012), con su amalgama de circunstancia vital y veloz inventiva lingüística a pie de calle: un libro en el que aún se sostenía la noción de poema como objeto que señala el aquí y ahora del decir. O, la ballena, indudable paso adelante, es otra cosa; desliga casi por completo
el decir (los enunciados, los significantes) de lo dicho (la significación) y se autodefine como movimiento y agitación
de lenguaje. Tomo esta última idea de Amelia Gamoneda, de su reseña de Rumbo a peor, traducción española del
beckettiano Worstward Ho, que Aguirre Oteiza y otros cuatro osados vertieron, en un esfuerzo conjunto, en 2001. Cito: “Lo que el texto dice es un movimiento, un movimiento del lenguaje mismo, de sus actos de enunciación, no de sus contenidos”. Estas palabras pueden ser aplicadas también al libro que aquí nos ocupa, pues al igual que en ese postrer estertor narrativo del gran irlandés, Aguirre Oteiza explora el roce del lenguaje con la mente que escribe pero no se deja dictar por él, y fija un rumbo que acaso pueda ser visto como deriva por la ausencia de producción comunicativa, sin plano referencial ni mínima figuración de personajes.
El extraño título procede de la novela de Melville (Moby Dick; or, The Whale). Y lo mismo ocurre con las citas que portican cada uno de los nueve capítulos del libro. El lector se siente llamado a buscar la llave de la comprensión en el relato del escritor norteamericano; sin embargo, se trata de una referencia no asimilable al poemario más que en su aspecto constructivo-estructural, y quizá también en el metafórico. La caza de la ballena blanca es aquí el poema mismo, su persecución y consecución, y el oleaje del mar la agitación de lenguaje, representado icónicamente por la virgulilla (~) que separa las estrofas. Es cierto que el autor se vale de la terminología marítima, pero sin ceñir exclusivamente la escenografía del poema a ese campo semántico, ni a ningún otro de los que va convocando con ritmo sincopado y abundante uso de la aliteración, la rima interna y la repetición, esta última, muchas veces, para encadenar estrofas: “hasta querer reconocernos sed / ~ / con sed para amasar modelos de mareas”. De manera que al lector avezado a estas lides (y al neófito, si no desfallece, también) sólo le cabe dejarse arrastrar por el oleaje de palabras que Aguirre Oteiza desencadena y sumergirse en una propuesta que sustituye la logicidad por la
textura como elemento constitutivo del poema y su potencial significación.
No obstante, un hilo de sentido (y habrá más) puede seguirse en medio del torrente enunciativo del texto, que es
más barroco que romántico pese a su vocación expansiva; un hilo que además se devana fácilmente del marco de búsqueda obsesiva que Melville le proporciona: oleaje (enunciación), barco (poema), pecio (significación), naufragio (fracaso). Aguirre Oteiza se pinta a sí mismo batallando con su magma de significantes cuando dice: “si enmiendas tanta sintaxis de día / quién hila quién sus anexos de noche”. O: “perfilándose algún fraseo fuera / de fuero que indeterminar su ruido”.
Las “enmiendas sintácticas” probablemente sean una referencia a la singular distribución de las frases que componen el texto, que pueden ser leídas de distintas formas debido a la ausencia de puntuación y al escalonamiento de los versos, troceados por cesuras que no conforman hemistiquios regulares. El poeta Benito del Pliego lo explica muy bien en el epílogo al poema, en el que afirma que esa peculiar configuración del cuerpo textual “hace que la posibilidad de articular algún tipo de significado sea completamente inestable y el sentido mismo lábil, como el espermaceti o aceite de ballena”. El símil no puede ser más acertado, pues la escritura del navarro es aquí oleaginosa y sumamente adherente: atrapa todo tipo de preocupaciones y tonos (con preponderancia del elegiaco), sin dejar de ser en ningún momento lo que es: intento de recuperar para la poesía aquello que arrumba el uso y abuso del lenguaje como herramienta de comunicación.
Al perseguir lo que Del Pliego llama el “espectro del significado imposible de atrapar”, Aguirre Oteiza se erige en un trasunto del capitán Ahab; pero se trata de un anclaje metafórico o, si se quiere, simbólico, porque la ballena de Melville es una proteica representación del mal (o del absoluto) cuyo linaje llega hasta el McCarthy de Meridiano de sangre. Por el contrario, el cetáceo blanquinegro del poeta navarro, pese al “bulto” de oscuridades y desazón que deja a su paso, es fruto de aspiraciones bien humanas: prueba que la beckettiana insistencia en el fracaso es un potente motor de cambio y conocimiento que incita a elegir, a tomar decisiones, aunque todo lo que sobrevenga cada vez, después, sea repetición y yerro: “sin más sentido / ~ / que seguir por ahí solo por sílabas / solo por goce de su sesgo pon / también aquí perseguir su porqué / porque entre rastros da para fiar / sin dibujarte la brújula”.