Estos chicos, casi todos ya vagabundos del dharma ultraterreno, siguen ululando tiernamente generación tras generación. Alborotaron el tranquilo avispero de la poesía de su tiempo (esos poetas conservadores, retoricistas y melindrosos de la Nueva Crítica, por ejemplo) y siguen haciéndolo hoy en día. Ellos, que fueron avanzados de la contracultura, el ecologismo, el comunitarismo, la fraternidad universal, el orientalismo, el feminismo y el erotismo sin fronteras, quizás sean ahora más necesarios que entonces: porque nuestra época involuciona hacia esa tacañería mental y emocional de la que habían conseguido librarnos el puñado de obras iluminadas que firmaron estos seis y sus colegas; y porque los poderes a los que se enfrentaron han aprendido la lección y han cavado trincheras de apariencia inexpugnable. Cada cual defendió estas causas a su manera y con unos fines diferentes, pero la poesía de todos sin excepción denuncia los fallos de este sistema que nos jode la existencia y, antes de que se reprograme, publica sus planos y vende millones de copias sin dejar de hacer el amor o de practicar meditación zen en cabañas o rascacielos, en lagos o bosques, en soledad o en grupo. Una poesía política, por tanto, antes del desprestigio general y merecido de la política. Y una poesía que practica la felicidad del encuentro con el otro y con lo otro sin mojigaterías de salón.
Varasek, en una edición exacta y hermosa armada a varias manos (imposible citarlos a todos, pero qué buenos son), ha vuelto a contar su historia, a traducir sus poemas, a pensar sus trayectorias, y a ponerlos de actualidad entre nosotros para que no nos olvidemos de que, en efecto, los necesitamos más que nunca. Necesitamos los haikus de Kerouac, donde llora el Gran Jefe Caballo Loco. Necesitamos los paisajes de Snyder, donde abren una senda los topillos. Necesitamos el taxi de Welch, que siempre lleva al mismo pasajero: Anacreonte. Necesitamos los pensamientos nerviosos de Whalen, a los que da manotazos como si fueran moscas. Necesitamos el escepticismo radical de Kyger, que no está segura ni de sí misma. Y necesitamos el peyote que mantiene frescas las palabras alucinadas de McClure como invitándonos a ingerirlo nosotros también.